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Guardan grabada la imborrable huella
Que en ellos han dejado, ¡nunca!, ¡nunca!,
Con su acerado filo osada pudo
El hacha penetrar, ni con certero
Y rudo golpe derribar en tierra,
Cual en campo enemigo, el árbol fuerte
De larga historia y de nudosas ramas,
Que es orgullo del suelo que le cría
Con savia vigorosa, y monumento
Que en solo un día no levanta el hombre,
Pues es obra que Dios al tiempo encarga
Y a la madre inmortal naturaleza,
Artista incomparable.
Y sin embargo...,
¡Nada allí quedó en pie! Los arrogantes
Cedros de nuestro Líbano, los altos
Gigantescos castaños seculares,
Regalo de los ojos; los robustos
Y centenarios robles, cuyos troncos
De arrugas llenos, monstruos semejaban
De ceño adusto y de mirada torva,
Que hacen pensar en ignorados mundos;
Las encinas vetustas, bajo cuyas
Ramas vagaron en silencio tantos
Tercos, impenitentes soñadores...
¡Todo por tierra y asolado todo!
Ya ni abrigo, ni sombra, ni frescura;
Los pájaros huidos y espantados
Al ver deshecha su morada; el viento
Gimiendo desabrido, como gime