Casi se negó a Lamartine el derecho á recordar a su madre y ensalzarla con el amor y cariño que una madre merece. ¿Qué no se diría de un marido que, hablando de su esposa, lo hiciese con el interés que la realidad de los hechos y la pasión pondría en sus labios? No me dejarían siquiera repetir las palabras de Daudet, refiriéndose a su bien amada compañera: «¡Y es tan buena, tan sencilla, tan poco literata!...» Y por cierto, que si a alguna otra escritora pudiera aplicarse tan breve como envidiable triunfo, a ninguna con mayor justicia que a Rosalía.
Confieso que sería para mí como cosa sagrada hablar con toda extensión de quien en este mundo fué tan buena, tan modesta, y conmigo en conformidad con la desgracia, que ni en sus mayores tribulaciones salió de sus labios una queja, ni le faltó jamás el valor para arrostrar las penas que le devoraban cuerpo y alma. Es más: si fuera preciso, no temería atraer sobre mí los juicios contrarios, con tal que no la hiriesen al mismo tiempo. Mas ella no mercería esta nueva prueba. Igual a aquellas puras almas de mujer que en la soledad del claustro y en el rigor de sus