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Prólogo

una mala voluntad trató a su hora de herirla con gran lanzada.

Por fortuna, semejantes contradicciones no la importaban. Le eran indiferentes los triunfos, pues amaba la soledad y el olvido, y si algo podía consolar aquella alma verdaderamente inconsolable, era pensar que tal vez el Cielo le concediese un breve descanso, y aprovecharlo para producir algo que honrase su país y lo hiciese amar a los extraños; algo que dijese, con razón, que cuantos la tenían por la primera, debían tenerla.

Aquel inmortal amigo, por mi desgracia también recién enterrado, e inolvidable su memoria en mi corazón, Curros Enríquez, que con ella compartió más tarde el triunfo y el dolor de los hostigados por la suerte, amaba la obra de Rosalía Castro como la de un precursor y de una hermana. Honrando su alma de poeta, la anteponía a la suya, cuando en realidad eran dos seres gemelos que, heridos por una misma mano, habían soportado igual carga. Mas ella había precedido a todos. Había roto los hielos, recorrido victoriosamente la senda, y con armonioso acento