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VIII
Prólogo

diariamente pedía a Dios en sus oraciones? Sí, ciertamente. Sus hijos fueron para su corazón un supremo consuelo, aun cuando la llenaba de terror la idea de que pudiese llegar un tiempo en que tuviesen que sufrir como ella sufría. ¡Oh, esto no! Por lo demás, ingenua y confiada, puestas sus esperanzas en manos de Dios, y confiada en su infinita misericordia, nada la halagaba sino la paz de su casa. La misma gloria no la importaba. Los vanos ruidos del mundo se apagaban a sus puertas, no tan olvidadas como ella quería, ni tan ajenas al tumulto de la vida que no la trajesen temores y sobresaltos, pues nada la asustaba tanto como la posesión de una dicha inesperada. Le parecía que forzosamente debía traer consigo una nueva tormenta.

Soportando ciertas indiferencias que en el alma me dolían, y para ella no pasaban desapercibidas, pues tocaban en los límites de la injusticia, muchas veces le dije que nadie en este mundo haría justicia a su obra, sino yo. Ella me contestaba siempre: «Deja pasar todo; no somos más que sombra de sombras. Dentro de poco, ni mi nombre recordarán. Mas, esto, ¿qué importa a