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la atmósfera seguía pesada como en un palacio encantado; los objetos abandonados tomaban formas extrañas; con más razón aún porque en las antesalas y vestíbulos estaban amontonados en desorden los raros objetos que habían escapado al desastre de Valroy. El retrato del primer antepasado ilustre, el amigo de Law y Pontchartrain, estaba tirado boca abajo en un cesto lleno de libros.

En un cajón cerrado dormían los pergaminos, los títulos y los privilegios, tan irónicos en aquella ocasión.

Estuches olvidados contenían alhajas sin gran valor, como copas y cubiletes de plata, á veces de estilo antiguo y marcadas con una cifra; pesados muebles estaban puestos al azar junto á las paredes de un antiguo salón de honor, ya vacío en tiempo del primer Imperio; la pieza, muy alta, era sonora ; y, con la humedad, la madera de los veladores y de las consolas crujía y gemía lastimosamente.

El conjunto recordaba una prendería; pero, para Jacobo, era melancólico. El joven no encontró recuerdos precisos ni el antiguo estado de cosas, familiar hasta el primer piso.

Allí no había cambiado nada desde el tiempo en que la señora de Reteuil habitaba el castillo. Al entrar en una pieza, toda su infancia se le presentó ante los ojos, y lloró; era su rincón cuando tenía doce años, pues era entonces tan dueño de Reteuil como de Valroy, y su abuela, á veces, le tenía á su lado cuando el Conde estaba ausente.

Quiso vivir allí de nuevo, y dió sus órdenes para ello. En los corredores desiertos, aquellos en que el conde Juan besó al pasar á la linda Berta, sus pasos resonaban siniestros y tomaban una importancia angustiosa.