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mirable comedianta, pero bueno es que sepa que sus gaterías no engañan ya á nadie... ni á mí... no, ni siquiera á mí... Y, sin embargo...

Se calló porque su voz no era ya segura; y ella cobró audacia al verle flaquear. Era preciso aprovechar aquella pequeña ventaja: —Gracias, señor de Valroy, esas son buenas palabras; si tuviese alguna pena, bastarían para disiparla.

—No tiene usted pena?

—No; no puedo tenerla por un viaje de ocho días acaso.

Todavía trataba de ilusionarle y él comprendió la mentira, pero se dejó coger todavía un minuto: tanto deseaba ser tranquilizado.

—Ocho días?

—Sin duda; aunque sean quince... Cuando vuelva, Valroy estará todavía en su sitio.

—¿Quién sabe?...

Se quedó pensativo; y después, cogiéndole las dos manos y atrayéndola hacia él, le dijo: —Arabela, júreme usted que su corazón no ha cambiado desde los primeros días en que decía que me amaba; que la mujer que es usted hoy tiene los mismos sentimientos para mí que aquella niña.

Por los ojos de miss Bella pasó un breve fulgor burlón; bajó la cabeza y respondió con una voz que quería ser franca: —Eso se lo juro á usted.

No se comprometía á mucho, y él debió de comprenderlo, pero esta vez todavía prefirió ser engañado.

Sin embargo, la luz iba entrando poco á poco en su pobre alma espantada; empezaba á ver claro, á sospechar de aquella muchacha singular, á penetrar aquel enigma viviente cuyo secreto pesaba sobre toda su