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— ¿Y el río de piedra baja hasta la playa?
— ¿Playa?.... Mira, si estuviéramos en bajamar, verías! La barranca, ahí donde parece playa, ha de ser un acantilado de diéz metros por lo menos. Este canál parece excavado en el corazón de una montana; fíjate bién y observa que en todo lo que hemos andado y hasta donde alcanza la vista, por los dos lados, no se vé una tajadura: parece que fuese una grieta!
— Yo he tirado el escandallo dós veces y no hay fondo, interrumpió Calamar... y eso que tiene veinticinco brazas.
— Pero es claro, observó Smith... ¿Qué no vén? ... No hay ni marejadilla siquiera, ni rompientes, ni nada. El mar aquí es profundo.
En ese momento viramos sobre la otra costa y al doblar una pequeña punta vimos un chorro de agua como de dós métros, que caía, blanco de espuma, desde una altura verticál como de veinticinco, habiendo, abierto su continuidad un surco negruzco en la roca viva.
El agua, al caer á plomo sobre la inmensa superficie quieta del canál, lo hacía con un ruido ronco que retumbaba y formando un borbollón espumante se iba poco á poco perdiendo en ondas concéntricas que muy cerca se perdían, siendo impotentes para mover la gran masa líquida que las rodeaba.
Bordejeando unas veces y otras corriendo pequeños largos, cuando la brisa lo permitía, alcanzamos á la tarde al pié de una nevera.
Caía al mar por cinco ó seis hondanadas separadas entre si por peñascos escarpados que emergían de la capa de hielo, como agujas, esmaltándola aquí y allá, y tiñéndola con colores negruscos y rojizos en todos sus posibles matices y combinaciones.