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EN EL MAR AUSTRÁL

valbas negruzcas se abrían, era señal de que el manjar estaba á punto y entonces, con un grano de sál y otro de pimienta, le saboreabamos con gusto triturando á veces las perlitas de variados colores que contienen.

— Estas perlas no son como las de Ceylán.—dijo Smith— pero són buenas. He visto algunas del tamaño de un grano de maíz y las hay negras, blancas y rosadas. En Buenos Aires se han hecho alhajas con ellas, según me han dicho.

— Este marisco sera algún día la fortuna de esta comarca.—declaró Oscar.— Abunda de un modo tál y es tán fácil su recolección que desalojará a las ostras. Y mire que se reproduce. ¿eh?... Los indios y los pajaros le hacen una guerra sin cuartél y la merma no se nota.

— Y eso que los indios son estómagos .... -replicó La Avutarda.

— ¡Vaya!. ... ¡A fé de Calamar, creo que primero se vería volar una ballena ántes que un indio se declare hartado!

— En los paraderos indígenas de la costa, se conoce donde ha estado el wigwam, como le dicen al toldo. por los montones de valbas que quedan. Yo he visto en un mismo lugar trés montones de mas de cuatro metros de circunferencia; parecían una cerrillada.

— Y yo. — dijo Smith.— con ese Samuél que me enseñó la caleta que buscamos, corríamos una véz la costa de Darwin —cuando todavía Slógget no se conocía y recién se émpezaba á hablar del oro fueguino— y al pasar cerca de un islote que sólo se vé en bajamar, notamos que una india nos llamaba desesperada. Atracamos y la alzamos, pidiéndonos entonces por señas, que la pasaramos á la costa y en cuanto fondeamos, se fué. Al otro día, al amanecer, volvió abordo con cinco indios que nos traían cueros y nos contaron que unos lectores les habían quitado esa muchacha y