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CRÓQUIS FUEGUINOS

— ¡Hombre! A mí me habló una véz de ese paso, —dijo Smith.— aquel austriaco dueño del «Madgiar», el capitán Samuél. Estabamos entónces a bordo de un brick inglés que iba con lanas de Malvinas para Inglaterra y recordando de estas costas, me contó que él, cada véz que quería pasar al Canál del Beagle, nunca daba la vuelta, sinó que se metía por ese canalito y salía al fondo mismo de la Bahía Desolación, frente á la isla aquella donde Kásimerich tiene su harém indígena.

— Vamos á buscarlo, entónces, —exclamó Calamar.— De aquí nos salimos con la trinquetilla, recostándonos un poco á los islotes para dispararle a la mar de popa y prontito no más estamos allá:

— Es que yo no me acuerdo como es la caleta de entrada de que me habló Samuél y no vamos a andar voltegeando á riesgo de dar una cabezada...

— Yo, —dijo Oscar,— lo único que sé es que se trata de una caleta chica que queda atrás de un islote grande: es lo que hé oído decir.

Momentos después salimos de nuestro refugio é impulsados por el sudoeste y la corriente, volabamos sobre las ondas, como tragándonos el espacio.

Smith, que iba en el timón, llevaba la vista fija en los escollos y en las rompientes, evitando prudentemente toda maniobra que implicara un riesgo y al caer la tarde echamos el Ancla frente á una caleta que, estrechándose hácia el interior, presentaba la boca como tapada por un islote que durante la baja mar quedaba casi arrimado á la costa, pero que en caso contrario era independiente.

Lo recorrimos cási en toda su extensi6n esa tarde y tuvimos ocasión de hallar entre las tajaduras de sus costas, verdaderos bancos de mejillones, que esa noche comimos á uso indígena: les echabamos entre el rescoldo y cuando sus