Yo me habia acurrucado cerca del palo, no léjos de Smith, y escuchaba, tiritando, el silbido del viento que azotaba con ruido siniestro las bozas de las velas y sacudia un cabo que caía desde la perilla, cuando sentí un grito y vi á La Avutarda que, arrebatado por una segunda racha, en momentos que se paraba para mirar la canoa, pasaba casi por sobre Oscar, que iba en el timón y caía al mar con un ruido que repercutió lúgubremente en mi oído.
Quise pararme para ver lo que sucedía y una tercera racha me azotó, acostándome sobre cubierta y dejándome como alelado.
Cuando me recobré, yá La Avutarda, que había conseguido tomar un cabo que Calamar le arrojó, trepaba por sobre la borda de babor.
— ¡Diablo!... —dijo sonriendo:— ¡un zambullón!... Cuidado cocinero; mira que si vuelas no vuelves: para eso hay que ser médio pájaro.
— ¿No se ha hecho nada?
— ¡No! ... fué un bañito no más.
En ese momento doblamos una pequeña punta donde el mar rompía bramando y subía, blanco de espuma, casi hasta la cima del peñasco que la formaba, bajando luego hasta el pié para volver á subir de nuevo.
Oscar con mano firme y ojo sereno conducía la embarcación en silencio, mientras los remeros, abstraidos en su tarea, se inclinaban y se levantaban, mojados hasta los huesos como lo estábamos todos, yo sin haber hecho nada y La Avutarda después de su chapuzón.
Una hora estuvimos bregando con las ólas, que se arremolinaban sobre unas piedras negras que mostraban su calva superficie no léjos de la orilla y al fin enfilamos un pequeño canál que quedaba hácia la izquierda y al cuál el oleaje, quebrado en las rompientes de la entrada, llegaba apenas.