ner un mál momento; aquí las rachas no son como para esperarlas jugando!
En ese instante miré hácia el punto donde el día ántes habia visto el Monte Sarmiento y no le ví más, ni tampoco los islotes verdegueantes que como una alfombra se tienden á su pié. Una espesa cortina de vapores se elevaba ahí, por delante de mi vista, muy cerca del cútter al parecer.
— La tormenta ha de estar léjos: no se oyen truenos ni hay relámpagos.
— Esas cosas no se vén por aquí, son de lujo —exclamó Calamar.— Aquí las tormentas son silenciosas como puñalada de pícaro. Jamás he oído un trueno ni visto un relámpago.
Una ráfaga de viento frío sopló sobre el canál, levantando la cresta de las ólas.
— ¡Mál comienzo! —dijo entredientes La Avutarda... — ¡La caleta está léjos todavía! ¡Fuerza A los puños!
— Armemos la vela y corramos el viento ... nos volveremos á meter en Puerto Hope.
— ¡No hombre!... Si ahí no más, á la vuelta de esa punta, está la caleta,— repuso Oscar.
En este instante vimos delante nuestro una canoa indígena, cuyo único tripulante no la podía manejar y que las ólas arrastraban á capricho.
— ¡Ese loco se vá á estrellar ó vá á tener un sombrero raro en cuanto se descuide! — dijo la Avutarda.
Y no había concluido su frase, cuando un golpe de viento, que pasó silbando, alzó el agua como una neblina, empapándonos, y trajo hasta nuestro costado la frágil embarcación. Cuando iba á chocar, la arrebató con violencia y en álas del huracán la vimos pasar como una flecha, hácia
popa.