jan aterrorizados. El procedimiento es ya cosa admitida: es como una especie de adiós fueguino.
Dos golpes de remo bastaron para que atracáramos á una pequeña ensenada-rincón delicioso, donde el artista no hubiera encontrado una nota que agregar á la naturaleza —protegida por el manto verdoso de las algas, cuyas hojas largas y flexibles revolvía el agua á su capricho.
Estábamos en la hora de la bajamar y las ólas dejaban al descubierto una áncha faja arenosa, extendida en suave pendiente, desde el pié de las peñas cortadas casi á pico, que formaban la costa y se presentaban cubiertas de líquenes caprichosos, de musgos con hojas como de seda y esmaltadas por millones de esos diminutos organismos marinos, que dada su estructura y colorido, más semejan despojos del joyél de alguna diosa de las aguas, que manifestaciones palpables de las fuerzas de la vida.
Sobre la piedra negra que formaba el cuerpo de los peñascos, resaltaban los surcos aquí rojos, allá verdosos y más lejos como jaspeados de colores indefinidos — que la paleta de los pintores no posée todavía — dejados á capricho por los chorros de agua que bajan de lo alto culebreando, —empeñados en su tarea demoledora y persistente — ó por el vaivén continuo del oleaje que parece traer diluidos topacios y esmeraldas.
— ¿Vé?... — me dijo Oscar,— ¡mira ahí, entre las algas!... ¿Qué vés?
— ¡Qué hermoso!... ¿Qué es eso?
— Eso es una centolla, un cangrejo riquísimo que no se encuentra sino aquí en los canales, vagando entre el cachiyuyo. Fijate bien: parece de lacre. Yo he visto centolla de éstas, que tenía medio metro y he visto también un calamar de dós, que tenía un pico duro y corvo iguál al de un toro. Son verdaderas maravillas de estos mares. Este can-