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EN EL MAR AUSTRÁL

millares para comerlos: creo que los negros engordan en esa época no más, pués en el resto del año no debe haber mucha comida en la isla.

— ¡Oh! ¡oh!.... — dijo Smith, — es rica: hay cabras y ovejas en abundancia y se hacen unos quesos que parecen de Holanda.... Allí estoy casado con mi octava señora; quizás la conozcan Vds., es la quinta hija de un tío de Palapu, que es el rey, el negrito más pedigüeño que he conocido en mi vida. Yo estuve trés. meses y mi mujer — que talvéz ahora se la habrán vendido á otro — me costó una damajuana de róm, dos libras de pólvora y un paraguas punzó, que ni sé cómo había venido á mis manos. Es un país raro esa isla: cuando los hombres ó las mujeres se hacen viejos, los matan sin compasión. Una mañana. estaba sentado con mi mujer á la puerta de nuestra choza, cuando derrepente ví pasar unos quince negros que iban tocando un tamboril y se dirigían á la playa, siguiendo á una pareja de viejos que dé distancia en distancia bailaba y cantaba. Como éra la hora de la marea baja, fueron hasta muy léjos sobre la playa. Al anochecer les vi volver con la misma ceremonia, pero la pareja de viejos no venía. Pregunté por ella.

— La hemos dejado, me dijeron. Nosotros —sus hijos— determinamos hacer la fiesta que corresponde á los ancianos que no pueden trabajar. Allá se quedaron los pobres viejos, bien cerca uno de otro.

— ¿En dónde? — exclamé horrorizado— ¿en el mar?

Y entónces supe que en la isla es de ley que los viejos mueran cuando ya no pueden provéer por si mismos á su subsistencia. Llegada esta época, los hijos les invitan á un paseo á la playa y lo realizan á la hora de la bajamar. Ván hasta la orilla del agua, cantando y bailando, como yo ví, cavan dós hoyos en la arena ó uno, según el caso y