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IV.

Aprendizaje

Me acerqué á Oscar, quien, impasible y como ageno á todo lo que le rodeaba, llevaba el timón y manejaba la vela, que inflada por el viento favorable impulsaba la embarcación — silbando casi entre dientes y con gran propiedad — pues era una especialidad en ese arte — una de esas viejas canciones de los balleneros, que no están escritas en parte alguna, pero que todos las saben, transmitidas de generación en generación por la tradición orál.

Permanecí en silencio mirando la franja de lúz que se movía, bailando al compás de las grandes ondas silenciosas que seguían al cútter y parecían empujarlo: derrepente dí un salto para atrás, aterrorizado.

— ¿Qué hay, muchacho?

— No sé, — dije, aún no repuesto de la impresión — un péz enorme que saltó ahí. en la estela. Me pareció que atropellaba!

— ¡Ah!... No es nada: alguna tonina ha de haber sido...¿No las conoces?