discutir el precio y el comerciante al ponerles en la balanza fué habilísimo.
— ¿Sabe carnicero?.... El día que Vd. se muera, ni las gaviotas ván á poder acompañarle al cementerio.... Vd. vuela muy ligero y ¡no pesa nada!
— ¿Cuánto valen esos bifes ?— dije yo.
— ¡Hoy no se venden: son para mañana!
— Nosotros nos vamos ahora, — repuso mi compañero.
— ¡Buen viaje!
— Y queremos esos bifes...
— ¡Vengan mañana!.... ¡Hoy son para adorno!
— ¿Y esa pata?
— ¡Adorno!
— ¿Y ese matambre?
— ¡Adorno!.... ¡Lleven esa carne vieja, si quieren!.... ¡Hoy no vendo más!
No hubo forma de convencerle: tuvimos que embarcar lo que él quiso y al precio que se le antojó.
Y, riéndonos de rábia, llegamos al cútter; que amarrado á un anclote se mecía dulcemente, siguiendo el vaivén de las grandes ólas que iban silenciosas á depositar su carga de espumas y de mariscos en la playa arenosa.