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EN EL MAR AUSTRÁL

ra Ushuwáia y nadie tomó razón de ellas ni nadie se preocupó de su procedencia ni destino.

Las provisiones no eran por cierto muy variadas y con­sistían en harina, galleta, porotos, té, café, algunas damajuanas del aguardiente chileno llamado guachacay, dos barriles de vino de la tierra, algunos cajones de ginebra y las ropas usuales en el trabajo que fbamos á emprender.

— ¿Sabe que no es mucho lo que llevamos?

— ¡Oh!... No es mucho, pero es lo necesario: ropa de lana y botas de vaqueta!. ... A bordo ya tengo los útiles y las herramientas, no solo para el lavado de oro sinó también para la paliza: la sál es lo único que falta y ya llevo la órden para cargarla en Ushuwáia.

— ¿Sál? ¿Y para qué, teniendo el mar?

— ¡No! .... ¡SAl de Cádiz, amigo... para salar los cueros, que cada uno vale una esterlina: y dós también!.... ¡Oh! Hay que usar buena sál. y es carísima, como que viene de Europa .... ¿Vé?.... ¡Ahí tiene! .... ¡Yo no sé lo que hacen sus paisanos: tienen sál en toda la costa, allá arriba de Patagones y no mandan ni un grano!.... ¡Habían de tenerla así los chilenos y ya vería!

Concluida la carga, fuimos A una carnicería vecina al puerto, donde un alemán rechoncho nos recibió con cara de malas pulgas, proporcionándome la ocasión de saber prácticamente lo que es un comerciante al menudeo en la capitál de Magallanes.

En la carnicería se vendían también verduras,— al peso, como los fideos—

acordeones, ropas, baules y relojes: cuando

el carnicero vino á despachar, estaba en la veta de pedir y sus precios eran algo de hiperbólico, sobre todo cuando tuvo que informar sobre unos repollos de los cuales parecía desprenderse con visible mala voluntad.

Mi companero — por hacerle rabia r— se los hizo pesar sin