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Todas las tardes, cuando acampábamos, salia Mápilush con sus perros y sus cimbras de ballena y nunca regresaba sinó cargado de huevos de perdiz ó de avutarda y trayendo a la espalda, sujetas por las patas, algunas yuntas de aves, que asadas al rescoldo y á la moda ona, hubieran tentado el apetito del gastrónomo más exigente, cuanto más el nuestro.
—Diga, Smith... ¿Aquí no hay viento nunca?
—Muy poco... ¿No vé que esta llanura, que algún día se cubrirá de ganados y de riquezas, es un valle que corre entre las dunas peladas y chatas del Atlántico y las montañas boscosas del Mar Argentino y de los canales?
—Además,—agregó Oscar, en toda esta región de Lemaire, por ejemplo, nunca hay vientos peligrosos. En la Isla de los Estados, en Sán Diego y en todos esos puntos de la costa, los peligros para los buques no están en las tormentas sinó en las calmas, pues las corrientes, que són terribles, los toman indefensos y los estrellan contra las costas... Los naufragios por ahí, se producen siempre con calmas chichas.
—Sin embargo.—observ6 Matias.—yo vi una tormenta cuando recién se estrenó el faro de San Juan de Salvamento, ese que los argentinos hicieron allá en el Norte de la Isla de los Estados, de la que no me olvidaré jamás... Mire que trabajamos durante trés días!... Nosotros veníamos de Inglaterra con carga para el Pacifico, cuando derrepente vimos una luz en la costa, en circunstancias que capeábamos el temporál. El capitán creyó que eran señales de náufragos y comenzó á contestar con cohetes, botando una lancha al mar, con seis remos por banda. Trés días peleamos por acercarnos y no lo lográbamos, teniendo que volver á bordo. El cuarto día nos topamos á médio camino con otra lancha que venia de tierra á socorrernos,