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EN EL MAR AUSTRÁL

Mientras se encendía nuestra hoguera, observaba á los indios, curioso por saber cómo acampaban y, sobre todo, por vér cómo encendían su fuego: fui defraudado en mis esperanzas; no pude vér nada.

Muy pronto en el fogón indlgena no quedaban sinó trés mujeres, cuatro indiecitos pequeños y los perros: los indios, atraídos por el guanaco que chirriaba en el asador de madera fabricado ad-hoc y por su curiosidad infantil é insaciable, estaban en el nuestro, graves y silenciosos, con excepción del que hacia de jefe, que conversaba con Matías, y á veces con Smith, dirigiéndole algunas palabras en un inglés múy adulterado, que se necesitaba múy buena voluntad para entenderlo.

—Parece que vá á llover,—dijo La Avutarda.

—No.—replicó Matías:—Ios indios no han armado el toldo y ván á dormir á la intemperie. Es la mejor señál!

—Dígame,-pregunté,—qué demonios de repiqueteo es ese que se oye?

—Luego lo verá.

Y dirigiéndose á los mdios les habló algo, que éstos transmitieron á las mujeres por médio de un mocetón que tenia todas las trazas de ayudante.

Las indias que, cómo estátuas, permanecían en cuclillas al lado del fuego, se levantaron, y mientras dós, seguidas por la perrada silenciosa, pasaron cOmo sombras por nuestro fogón en dirección al camino que hablamos trafdo, la que quedó, retiró del fuego la carne á médio asar que habían dejado sus compañeras, y que seria su cena, observó á los indiecitos,—que apelotonados dormían en un cuero rodeados por média docena de perros familiares, los cuales hechos un ovillo les prestaban su calór recibiendo á su vez el de ellos,—y tranquilamente volvió á acurrucarse, permaneciendo inmóvil.