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Una tarde costeábamos un pequeño arroyo tortuoso, buscando un vado y derrepente vimos una docena de indios emboscados detrás de las matas de cafalate y que, evidentemente, nos esperaban en són de guerra.
—¡Los onas, Matías!—gritó Smith.—Talvéz querrán enterrarnos esta noche para regalarse mañana .... ! Diles que yo yá no paso ni así.... !
Hicimos alto y Matias se adelantó con toda prosopopeya, dejando su carabina en el suelo: otro indio de los que nos observaban le imitó con su arco.
Ambos, frente á frente, se detuvieron á una veintena de pasos y comenzaron un discurso que se oian por turno y cuyas silabas, duras y malsonantes, llegaban á nuestros oídos produciéndonos el mismo efecto de los goterones que preceden á una tormenta, cayendo sobre un techo de zinc....
Luego marcharon rápidamente uno hácia otro y se dieroR un largo apretón de manos, hablándose á gritos.
Momentos después, nosotros y los salvajes—que eran una sola familia de cazadores de guanacos—fraternizábamos y continuábamos juntos la marcha interrumpida, seguidos por una treintena de perros flacos y de pelajes diferentes, que marchaban cabizbajos mirando con desconfianza, como sus amos, al pobre caballo manco que Osear llevaba del cabestro.
Matias y el ona que le había recibido, iban adelante conversando alegremente, á juzgar por su mímica animada. Cuando pasamos un peladál en que nuestro carguero no daba paso sin caer, se hizo alto y acampamos próximos á un manantiál que brotaba al pié de una colina escarpada que debía servirnos de resguardo contra el viento huracanado que venia del mar y arremolinaba las nubes hácia el oeste, presagiando lluvia.