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EN EL MAR AUSTRÁL

y de musgos vistosos que peinaban el pastizál alto y tupido.

—No tenga cuidado de nada: pise donde quiera,—me dijo Matias,—aquí no hay víboras ni bichos ponzoñosos; en todo lo que he andado, no he visto nunca sinó mosquitos y una araña chiquita que suele vivir en los palos: no se conocen garrapatas, hormigas, sapos.... ni siquiera bichos colorados!

—¿Y fieras se conocen?

—Jamás vi ninguna ni he oído á los indios que las haya... ! Estos montes són el paraiso dé los caminadores!

Derrepente, cómo llegáramos a un claro, exclamó Matias, señalándome unos montículos que se descubrían entre el pasto:

—Paradero de guanacos.... Mire qué ganga.... ! Esos montones són de estiércol y los hacen las tropillas de guanacos que se costean de leguas á dormir en el mismo punto, teniendo siempre los mismos paraderos. Los indios se esconden cerca de éstos y los cazan á flecha: de otro modo no podrían, porqué són muy ligeros... ! Estos son animales que han de venir al mar á beber, lo que quiere decir que habrá poca agua en este lado de las sierras!.... Ya veremos!

—¿Y toman agua salada?

—Sí! ... Es el único animál de tierra que sé que la toma.

Y seguimos silenciosos una de las huellas que se abrían entre el pastizál y que eran otras tantas sendas que conducían al paradero.

Matías iba pensativo y me dijo, parándose de pronto:

—Las huellás no siguen para el mar! Volvámonos; es bueno ver adónde ván: han de caer á alguna aguada.

Trás un lárgo y pesado trayecto en que más de una véz tuvimos que romper con las manos las cortinas con que