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—¡Ah!...—dijo Smith conmovido...—¡Pobres compañeros de mi vida: todo se concluyó!
—¡No, hombre!—repliqué con firmeza...—Hay que acabar la riña sin cacarear!... ¿Para qué somos machos?... ¿No te parece, Avutarda?
—¡Creo qué sí!
Y en silencio comenzamos á recoger sobre la playa los despojos del cútter. generosamente devueltos por el mar y tendidos en todo lo que abarcaba la vista.
A medida que apilábamos todo lo servible que encontrábamos, por insignificante que fuera, nos sentíamos ménos pobres y ménos desvalidos: todo lo que formaba y contenía el cútter—con excepción de lo que el agua ó los golpes habían destruido ó disuelto y que era poco relativaménte— estaba allí.
Teníamos la tablazón y el velámen, la ropa, las cajas del café, el barrilito con el agua de reserva, dós de guachacay y uno pequeño de brandy, una veintena de latas de conserva, una bolsa de carne salada, que pusimos á orear sobre las piedras, otra de galleta cási inservible, el tarro de la levadura inglesa, todas las carabinas, el cajón de la munición y lo que nos hizo temblar de emoción como ninguno de nuestros hallazgos anteriores y que implicaba nuestra salvación: el cofrecito en que Smith guardaba los quince kilos de oro, recogidos con tautas penurias en la Caleta del Barrilito.
Nos disponíamos á excursionar por la playa en busca de los cadáveres de Oscar y de Matías,—pués Calamar, Rodriguez y Gin-Cocktail habían sido arrebatados del cútter al principio de la tormenta no más, según me informaron,—cuando derrepente vimos á lo léjos dós bultos que penosamente se movían sobre la playa, dirigiéndose á nsotros.
—¡Allá vienen!.... ¡Están salvos!...—gritó La Avutarda,