truenos y con el chorrear monótono del agua que corría sobre cubierta y se filtraba traidora por todas las rendijas.
Yo sentia las ólas que pasaban de véz en cuando de popa á proa, como un escalofrío y, oía los juramentos que provocaban: aquello debía ser un infierno.
Al cabo de algunas horas de angustias mortales, se abrió la escotilla y apareció sonriente—con una expresión de tristeza indecible,—la cara cuadrada de Smith, iluminada por la média luz ténue y azulada de una madrugada tempestuosa:
—¡Mál, cocinero: muy mál!
y comenzó á alcanzar á La Avutarda y á Oscar, apresuradamente, la poca carga que llevábamos al resguardo con excepción de las provisiones, que iban en cajones, barricas ó barriles, seguros de que su envase las salvaría en caso de un siniestro, yá previsto.
—¡Múy mál, hijo, múy mál!
Y poniendo á mi lado una caja de conservas y un poco de galleta, salió llevando una carga de víveres y una botella de guachacay. Sentí como volvía á cerrar la escotilla, diciéndome con vóz sorda:
—Vamos á palo seco y múy mál... No podemos con el sudoeste... La mar de popa nos ahoga... No te muevas!...
Caí en una especie de sopor ó de somnolencia: estaba despierto, pero permanecía acurrucado en la obscuridad: no tenía miedo, propiamente, puesto que consumí las provisiones que me dejara Smith y otras más que yo busqué, pero me faltaba el ánimo, me sentía desfalleciente, cómo cansado.
¿Cuánto tiempo estuve así?
No lo sé.
Al fin conseguí pararme y quise alzar la escotilla, pero como no lo lograra comencé á golpearla hasta que vino La Avutarda, pálido y desencajado, según lo ví á la lúz de un