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EN EL MAR AUSTRÁL

ganchos ó arpones y por diversión empiezan la pesca. Arrojan al agua un trapo blanco atado con un hilo y como el tiburón vé ese color desde muy léjos y es muy curioso, inmediatamente lo comienzan á recoger y los peces se vienen á la sordina detrás de él, hasta el punto en que están á la espera los pescadores. Inmediatamente que arponan ó enganchan uno, lo levantan, y lo enlazan, haciendo correr la lazada hasta la cola. Entónces lo izan al costado, y empieza el martirio. Unos acostumbran á rellenarles el estómago con piedras y bien lastrados, les echan al agua para que se vayan á fondo perseguidos por sus congéneres que de á pedazos los ván devorando; otros les arrancan los ojos y les hacen luego iguál operación; otros les queman vivos, bañándoles en aceite; en fin, hacen con ellos cuanta herejia puede sugerirles el ódio que con sus hazaflas se hán conquistado entre la gente del mar.

—Vea,—dijo Catalena;— véz pasada—hará cosa de trés años—estaba yo en el puerto del Riachuelo en Buenos Aires y andaba viendo si me contrataba en algún barco que viniera para acá, cuando un conocido me propuso si queria acompañarle hasta Corumbá, en un patacho que iba cargado de sal para el saladero de Cibils. Fué un viaje lindísimo, aunque hecho en un pais caliente como un horno: sacada la temperatura, parecía que uno andaba aquí en Beagle ó en los otros canales.

Cuando pasamos la Asunción, yá empezamos á vér en abundancia lo que los paraguayos y argentinos llaman palometa y los brasileros piraña: un pecesito chico, dórado, medio negruzco en el lomo y con una colita como una crúz, que, salvo el tamaño y la clase de boca, puede decirse que es un tiburoncito de rio. Si vieran qué voracidad... y qué miedo le tiene la gente ribereña! Para baiñarse, por poco no entra vestida al rio y todavía la alejan haciendo ruido