Página:En el Mar Austral - Fray Mocho - Jose Seferino Alvarez.pdf/213

Esta página no ha sido corregida
211
CRÓQUIS FUEGUINOS

de que algo le llegaba al alma, atravesando su áspera corteza, exclamó pasándonos la botella del guachacay:

—Buena suerte, compañeros y.... mejor mano!

Empezamos la ruda tarea.

Dón Pepito, entretanto,—acostado cerca nuestro en un pedazo de lona tendido al reparo del toldo,—que debía resguardarnos de los chubascos que en la región llegan y se ván inopinadamente—saludaba con su gorgoritos inarticulados á las gaviotas y á las nubes, saboreando el pedazo de galleta en que ensayaba sus dientitos nacientes.

Antes que cerrara la noche, recogimos el producto de la labor, que fué bastante alentador por cierto, y dejando á Osear y á Catalena al cuidado del cútter, emprendimos el camino del campamento donde íbamos á cenar, llevando con nosotros á Dón Pepito y una docena de botellas de panquehua, que en aquellas alturas nos imaginábamos cómo serían recibidas.

Cuando llegamos, los grupos de mineros comenzaban á replegarse á las carpas y obligadamente pasaban por frente á las de los jefes, que eran linderas y dónde estábamos nosotros, en la enramada común, tomando mate de café.

Dón Pepito, acostado en su cuero, alumbrado por la llama viva del fogón, se había hecho su círculo sin que nosotros lo notáramos: los mineros, silenciosos, con sus sacos á média espalda, se detenían como asombrados de verle, le miraban, le hablaban de léjos, temerosos de tocarle con sus manos callosas, y él les sonreía como á conocidos, iluminándoles quién sabe que abismos de sus almas, despertándoles ideas y sensaciones que talvéz en su rudeza creían perdidas.

Uno sacó de su tirador una pepa de oro del grueso de