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XXVI.

Entre la sirca

Cuando en la mañana siguiente abrí los ojos, mi primera mirada fué para Dón Pepito que, madrugador, yá estaba despierto.

Acostado boca-arriba, mirando la primera lúz de la mañana que entraba por la escotilla, se desayunaba apaciblemente chupándose el dedito pulgar y cuando notó que le miraba, los hoyitos que se formaron sobre su cara redonda me revelaron que me saludaba complacido.

Pareciéndome que la mañana estaba fría, quise arrebu­jarle en las cobijas, pero lo rehusó echándome los brazos al cuello y oí que La Nodriza, sintiéndome levantado, me decía:

—Tráigalo á Dón Pepito para bañarlo: es loco por el agua.

—Pero mire que está frío...

— ¡Oh!... Es costumbre yá... ! Tráigalo y verá!

Y aquel hombre tosco y grosero, cuya vida, por lo poco que de ella sabia, no habia sido por cierto muy edificante, tenia con el niño verdaderas ternuras maternales: la única