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EN EL MAR AUSTRÁL

todo género, pero si hay una botella con aguardiente, sobrarán las risas alegres y las ilusiones placenteras.

Subieron abordo los del chinchorro y recién notamos que el amigo de Castinheiras no venía, sólo: traía con él, en brazos, un niño como de dós años. Esto le valió su nombre entre nosotros; quedó inmediatamente bautizado: era La Nodriza, por más que él, con tono brusco —uno de esos tonos que no admiten réplica ni són promesa de bondades ó ternuras— declarara en un lenguaje que á la legua olía á catalán, que él se llamaba Arturo Dellách.

Alto, musculoso, de mirada dura que se filtraba á través de unas cejas pobladas y canosas, divididas sólo por una arruga profunda que caía perpendicular sobre su frente, partiendo de entre los mechones que se escapaban de su gorro de cuéro de carnero, atravesó el cútter en todo su largo, llevando á cuestas su niño y fué á sentarse, hosco y huraño, cerca de la cocina, donde La Avutarda se ocupaba en raspar unas galletas.

— Buenos días, La Nodriza y su cría. —dijo Smith sonriendo.

— No soy nodriza, ni admito que me lo digan: me llamo Arturo Dellach.

— No lo niego ni lo dudo... le digo eso, porqué lo veo con nene y no creo que sea la madre.

— Si incomodo me voy á tierra y se acabó... no hemos hablado nada. He venido porqué mi compadre ...

— No es por eso, hombre; nádie te dice eso. —interrumpió Catalena. — Siempre con tu genio del diablo!

— Tiene razón, compadre!... Són zonceras! Perdonen el malhumor, señores!

Y mirando á la playa, exclamó poniendo al niño sobre las rodillas:

— Oiga, Dón Pepito!... Mire!... Eso es Slóggtet, donde