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su familia en aquél desierto, sin haber tenido nunca que recurrir á médicos ni medicamentos, y opina que la intemperie fueguina, con las emanaciones del mar y de las selvas, combinadas, es ántes un remedio que una causa de enfermedad.
Me contó luego, con lenguaje sencillo, las peripecias de los misioneros ingleses en la región y sus trabajos y penurias: hoy se veía yá el fruto de tanta abnegación, felizmente.
No había sido estéril el sacrificio de Allen Gardinner, el primér misionero que en 1851 abordó estas tierras y pagó con su vida y la de sus compañeros semejante atrevimiento.
Hoy llevaba su nombre un cútter de la misión, que había prestado tantos servicios á la humanidad como años tenia y los indios —dignificados tódo lo que era posible— sabian honrar la memoria de aquél que por ellos, tán miserables, habia sacrificado su vida, conservándose con religiosa veneración en Banner Coye, en la Isla Picton, las últimas palabras que escribió su mano y que eran miradas como una reliquia.
— ¿Y Vds. yA no tienen Misión aqui?
— No señor, pero los indios nos visitan siempre y vienen á ayudarnos con toda buena voluntad aunque no nos conviene mucho, porque sus nociones de propiedad són muy rudimentarias, sobre todo en los onas. Para ellos cualquier animál es un un guanaco y créen que éste es del primero que le clava una flecha. El ona es indio bueno, vigoroso y altivo, pero es de corto alcance intelectual y mira la vida con ojos de sensualista.
Figúrese, agregaba, que ha habido veces que nos han cortado una punta de ovejas y hemos salido á perseguirlos: se conocía que marchaban por caminos extraviados, con el