nes alineados —que con sus pechos blancos y sus cabezas negras, simulan un ejército fantástico— y en los aires, revoloteando y gritando alegres, yá bandadas innumerables de loros chillones, de pesadas avutardas, de négros sháags, que parecen nubes tormentosas ó de blancas gaviotas y gaviotines escoltados por algún albatros silencioso al que acompañan, enojadas, bullangueras falanjes de chingolos, gilgueros y golondrinas.
Y en las aguas, como nota extraña en un paisaje de tono tropicál, el zumbido de las ballenas que alzan sus columnas irisadas, ó el centelleo de los mariscos que se recrean sobre las playas dormidas ó entre las cavernas maravillosas cubiertas de blancas estalactitas.
Y cuando pasamos la isla Gable —qué es más bién una península— y los islotes que la circundan, acompañados por el coro característico de los pengüines que oreaban inquietos sus álas diminutas, parados gravemente sobre sus patas cortas y palmeadas, dijo Smith:
— Ahí está Puerto Harberton, la casa nueva del Sr. Bridges. Veremos si el Reverendo nos vende alguna manteca y un cordero... aunque seria bueno que nos empezáramos á despedir de esas gollerías.
— Hombre, —dijo Calamar,— todavía hasta Picton hay un trecho y sobra tiempo para que los estómagos se olviden de lo sabroso... ¡Amigo!... No sé si los corderos de aquí serán tán ricos por el hambre conqué uno los come, ó porqué lo són verdaderamente, pero yo jamás he comido carne más exquisita: parece que uno le tomara hasta el olor al pastizal florecido.
— Lo bueno sería, —dijo Oscar,— Que la religión del señor Bridges le prohibiera vendernos corderos... Calamar se quedaría con buenas ganas.
— ¡Oh! ¡oh! no es muy difícil; no hay forma de hacerle