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CRÓQUIS FUEGUINOS

cavidades sombrías; desde el quebranta-huesos gigantesco que se mira en el cristál de las rompientes tronadoras, hasta las lapas diminutas que trazan sus jeroglíficos extraños sobre la arena de las playas; desde los liquenes y musgos, que parecen una ilusión de los sentidos, hasta los colosos de la selva que simulan mover las nubes con sus abanicos multicolores; desde el peñón negruzco y carcomido, que asoma su cabeza rugosa en el vaivén de las ólas que ruedan en silencio, hasta la áspera montaña que alza á los cielos, —como para competir con los cirrus que arrastra el viento en su marcha vertiginosa,— las nieves de su cumbre y retrata en el mar sus flancos á pico, como bruñidos desde la cascada rumorosa que se despeña por una tajadura y cae mansa y tranquila, esfumándose en ondas apacibles, hasta la avalancha tumultuosa que rebota de cima en cima y descuaja peñascos y árboles seculares, arañando las faldas de la montaña altiva; desde el grano de oro imperceptible, que rueda envuelto en la arena tutelar, hasta los mariscos que juguetean entre las algas verdes y desde la pampa somnolienta, que acarician las brisas del Atlántico, hasta las costas fragorosas en que rompe con estrépito el Pacifico bajo el acicate poderoso del sudoeste.

Recostado en la borda, silencioso, contemplaba embelesado el hermoso panorama y recordaba con pena á los poetas y pintores de mi pátria, que no encontrando en el suelo nativo nada que admirar, buscan en el extranjero inspiración y sentimiento, cuando Chieshcálan, acercándose á mí con cautela y tocándome en el hombro, murmuró:

— Ahí atrás... ese pico alto que se vé, es el Monte Francés, más allá está Yandagáia: no lo olvide, Chieshcálan tiene su toldo allí!...

— ¡Gracias, Chieshcálan!... ¿Pero no ibas á seguir con nosotros?