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XXII.

Entre la pipa y el brandy

Se ocultaba el sól y comenzaban las montañas á extender :sobre el canál su manto de sombra, cuando nosotros dábamos fondo en una pequeña caleta de la Isla Quemada, donde, en médio de un ribazo verde, se alzaba una casilla de madera, cuyo techo de zinc pintado de rojo, se destacaba como una mancha caprichosa sobre el fondo obscuro de la selva compacta y uniforme que cubría el talúd de un cerro cuya cumbre, pedregosa y árida, azotada por el sudoeste tumultuoso, se alzaba allá detrás.

No habíamos atracado aún, cuando yá un individuo alto flaco, de pera y melena canosas, de corbata blanca y vistiendo una levita de corte especiál, que yo no había visto nunca ni durante los carnavales porteños —en que suelen salir a relucir las viejas prendas, guardadas como reliquia por los abuelos en algún baúl arrumbado— concurrió á la playa á recibirnos, haciendo saludos ceremoniosos con su alto sombrero de felpa —contemporáneo evidentemente de la levita— cada véz que reconocía en la vóz á alguno de sus amigos del cútter, que lo eran todos, con excepción