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EN EL MAR AUSTRAL

parece sostenido sobre el mar por dós montañas que lo flanquean, como conteniéndolo en su descenso, ó yá una cascada rugiente que cae lanzando reflejos plateados en el fondo de una tajadura sombria, cuyas paredes muestran, en manchones, el hielo endurecido, que mordiendo en los rebordes y asperezas, se resiste á emprender la peregrinación yá comenzada por los témpanos inquietos.

— ¿Vamos á llegar á la Isla Quemada? —preguntó Oscar.

— ¡Oh!... Llegaremos recién á la tarde, me parece, — replicó Smith.— ¡Diablo!.... y habremos andado bastante, si es asi.

— No digo eso: pregunto si nos detendremos.

— ¡Ah!... Cómo nó! Yo no paso por la casa de Monseñor sin entrar á consumirle algo! Y luego, si él supiese que habíamos pasado de largo, habiendo estado en lo de Kasimerich, no le habia de gustar.... Qué vida la que lleva Monseñor, ¿eh? Siempre sólo en su cueva, huraño como un oso y sin hablar más que con Luis XIV, que no le contesta —él que es tan conversador!

— ¿Hace mucho que Luis XIV anda con él? —preguntó Calamar.— La penúltima véz que nos vimos con Monseñor fué en Terranova, hace seis años y no tenía más compañero que el pito ese de madera, que no se le cae de la boca ni durmiendo! .... Ahora cuatro años, cuando se vino á establecer aquí, estuve también con él y andaba sólo, aunque me dijo que esperaba una visita.

— Creo que se juntaron en la expedición aquella que hizo á Cabo de Hornos, hace dós años.

— Y apropósito, —interrumpió Oscar,— á qué fué allá?... Nunca se ha sabido!

— Alguna extravagancia ha de ser, — agregó Smith: el francés es médio loco y creo que Luis XIV es loco en-