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toda su magnitud: los austriacos estaban empellados en liquidarlo á Chieshcálan y lo iban logrando. Este, pálido, desencajado, con la mirada febril, tenia á su lado, vacía, la bolsita que recibiera de manos de O'Neild por la mañana y frente á si, un pequeño montón de polvo de oro que brillaba entre las hilachas del trapo súcio que le habia servido de envoltura.
En cambio los austriacos, sérios y graves, tenian al alcance de la mano y cási dividido por mitad, el capitál que había sido de Chieshcálan y al cuál Kasimerich no había cesado en toda la tarde de lanzarle miradas de codicia. Su anhelo estaba satisfecho.
Derrepente el indio, irguiéndose, recogió los restos de su caudál, los envolvió cuidadosamente y estirando el brazo tomó la botella de snáp, diciendo en un español con extraña acentuación inglesa:
— ¡Esto para la mujer... Ella está esperando en Yandagáia con los hijos y yo me habia olvidado!
— Dale otra vueltita... talvéz te venga el desquite!
— Cuando Chieshcálan dice sí ¡sí! y cuando Chieshcálan dice no ¡no!... ¡Ahora ha dicho no!
Y sirviéndose un vaso de snap lo empinó de un sólo ·trago, después de haber mojado en él las yemas de los dedos y sacudiéndolas para que voltearan el liquido —ofrenda que mas tarde supe hacía á sus mayores y amigos muertos,— chasqueó la lengua parcimoniosamente, se puso de pié, fué hasta la puerta, y recostándose en el marco, se quedó inmóvil contemplando la noche que se iba.
Los austriacos se miraron en silencio, sonrieron, y luego de devolver La Avutarda á Kasimerich el capitál que habia recibido en préstamo para tentar la aventura, cada uno guardó lo suyo y levantándose de la mesa, se acercaron al fogón, donde no tardé en reunírmeles, aún cuando con un