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XXI.

A la lúz del candil

Aún no habia aclarado, cuando unas voces que confusamente llegaban hasta mi, me despertaron, haciéndome presenciar uno de los espectáculos más curiosos que haya contemplado en mi vida: alrededor de la mesa y alumbrados por la lúz mortecina de una vela de sebo, Kasimerich La Avutarda y Chieshcálan —ya repuesto de su borrachera— estaban absorvidos por una partida de náipes, que debía ser interesantísima dada la atención con que la seguían. La botella de snáp, que les había servido de pretexto para comenzarla, estaba intacta y secos los vasos en que debía escanciar la bebida una de las chinas, que dormitaba cabeceando.

No se oía más ruido que el que producían las cartas al caer sobre la mesa y de véz en cuando los «quiero» y los «doblen» de la veintiuna, pronunciados con vóz anhelante y el choque de las pepitas de oro, que eran el valor de la partida.

Una mirada sola me bastó para abarcar el cuadro en