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EN EL MAR AUSTRÁL

— ¡Vaya!.... ¡Nádie le pregunta eso: traiga y cobre!... ¡Lo que es, es... y se acabó!

Y á poco iba toda la clientela camino del arroyo, donde haría sus ablusiones y cambiaría sus harapos por las prendas que llevaba al brazo, extraídas de los rincones de la sala común, ante nuestra vista, pero sin que viéramos de donde salían.

— Sí señor, —dijo O'Neild dirigiéndose á Smith,— hemos hecho un cateo de seis meses, partiendo de los ventisqueros de Londonderry, hácia adentro. Hemos buscado las faldas del monte donde, según Chieshcalán, que es ese indio que nos acompaña, el oro brota de la tierra. Nos chasqueamos: no es oro sinó mica! Para llegar allí, agotamos las provisiones y tuvimos que vivir de frutas, de esos hongos que salen en el tronco de los cóigües y de pájaros. Fué bárbara nuestra decepción: ninguno de los seis había dejado de echar sus cuentas alegres y de construir sus castillos en el aire. Caminamos hácia la costa y en un arenál que parecia ser fondo de un lago desecado, cavamos un pozo y hallamos arena negra, sirca ¿sabes? Lavamos en una vertiente próxima y era regular, mejor que nada, seguramente. En cuatro meses nos ha dado doce kilos, que no es poco, pero que no es tanto como para arriesgar el número uno!

— Hasta aquí no veo como se te abrió el rumbo ese que te tiene á pique!

— ¡Ah!.... Habíamos caminado trés dias, yá de vuelta adonde dejamos el bote escondido cuando nos internamos: v'eníamos cási sin comer y el hambre nos traía locos, —pués al acercarse á las neveras que alcanzan á la costa, no se halla ni con qué alimentar un tucu-tucu,— y determinamos, para abreviar camino, faldear un picacho médio escarpado. No sé como sería, pero derrepente nos alcanzó un alúd, una de esas avalanchas del diablo, que venia corriendo