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de la costa, frente mismo á los hervideros esos que hay afuera del Cabo y teniendo una suestada encima, capáz de dar vuelta á una fragata. Empezó en la bodega y cuando lo notamos, las llamas yá salían afuera; peleamos bién durante dós días y médio, consiguiendo acercarnos á la costa, lo que no era poco. Las corrientes de ese punto no tienen íguales en el mundo y no pudimos abordar, pués como vienen encontradas, se alza un oleaje en que el agua, cási hecha un tirabuzón, se levanta á dós metros ,de altura: si caíamos allí, no se escapaba ni uno; los tide-race se hubieran encargado de liquidarnos. Como conocía el asunto, aconsejé un esfuerzo grande y logramos meternos en Lemaire, yendo á embicar en Flinders Bay, en la isla de los Estados. Allí se acabó durante la noche el «City of Gravennor»: á la playa no llegaron ni astillas!... De los veinte de abordo nos salvamos cinco, incluso el capitán: los demás se estrellaron en las roquerías. Entonces fué que me vine aquí, á mi tierra, puede decirse, pués he vivido más en estos canales que en mi país.
— ¡Hombre!...... ¡Feliz de Vd. que cuenta el cuento! —dijo Oscar.— No creo que en el mundo haya una docena de personas que puedan decir que naufragaron en Sán Diego!
— ¡Oh! ¡Yá lo creo!... Yo he naufragado cinco veces, pero nunca como esta última: no me olvidaré jamás. La muerte anduvo cerquita!
Otra botella de snáp alegró un poco los ánimos y llevó la conversación por distintos rumbos: destilaron negocios, aventuras amorosas, dramas de sangre, recuerdos de carpeta, hazal'ias marítimas, truhanerías y heroismos, en mezcla confusa.
— ¿Pero qué diablos haces aquí, Kesimerich?.. ¿A qué demonios te has venido á enterrar en esta caleta como una almeja?