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XVIII.

Mar de leva

Penetramos cási en cuclillas á la miserable vivienda que en Bahia Desolación tenía todos los honores de un emporio de riquezas y que la imaginación de los loberos y de los buscadores de oro, perdidos allá entre las sinuosidades de la costa fueguina, se representaba —siendo el último de sus recuerdos— como una mansión de delicias.

Era una gran sala cuadrada, de paredes desnudas y cubiertas de hollin donde quiera que las piedras amontonadas que las formaban presentaban un reborde ó una cavidad. Aquello era cocina, comedor, almacén, pesebre de dós cabras lecheras y salón de baile cuando Kasimerich, humanizado por una dádiva generosa, extraía del arcón que le servia de cama, un viejo acordeón remendado que solamente él entendía y daba permiso al servicio para que interrumpiera las faenas habituales y compartiera con los huéspedes la felicidad paradisíaca de una danza cási á obscuras, pués no podia llamarse lúz a la timida insinuación