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antemano con una tortilla monumental que yá veía con la imaginación tendiendo su fleco dorado sobre los bordes brillantes de la sartén:
— ¡Miren que bolada!... Traigo una docena: á Smith le daremos la noticia poco á poco pués es capaz de enloquecerse!
Y cuando llegamos al cútter, el aludido nos recibió haciéndonos señales de silencio y luego en vóz baja nos dijo:
— ¡Ni hablen!... ¡Tengo miedo que se me escape...! He pescado un róbalo que pesa lo ménos una arroba y allí, abajo de los árboles, he hallado hongos: hay como una média cuadra!
— ¡Gran cosa... ! ¡Nosotros hallamos huevos de avutarda!... ¡Ojo á la tortilla!
Y Calamar, que era el hombre eximio de la cocina, fué á su puesto á preparar el almuerzo con qué todos soñábamos, mientras el cútter con todas sus velas cargadas y aprovechando el vintito que reinaba, corría sus bordadas impertubable, desde una á otra orilla del canál,
Cuando el almuerzo estuvo á punto, plegamos las velas y nos detuvimos á la entrada de una pequeña bahía que parecía un inmenso socavón. El agua debía de ser profunda: ni una óla rizaba la superficie uniforme que reflejaba en el fondo, como un espejo, el cielo azúl, sin una nube y más cerca, el velámen de nuestro barco, en que se veían hasta las costuras de los remiendos y la barranca rocallosa con su cabellera erizada, formada por el gramillál florecido.
— ¿La avutarda es un pato, nó?
— Propiamente, talvéz nó, porqué carece de natatorias; pero es áve del agua: siempre anda en la orilla, comiendo caracolitos y mariscos.
— ¡Y cómo vuela agrego Smith! Yo he encontrado avutardas en Curamalal, en el súr de Buenos Aires y también