J. M. J.
Por cartas de Vich recibidas á últimos de mayo, conocí que el Marqués se habia quejado de que se me permitiera salir de aquellas montañas, muros de mi cárcel, hasta el punto de darle personalmente un susto en Madrid. Acto tan propio en un náufrago, como sacar el brazo del agua en busca de salvación, les parecería digno de escarmiento; y que á las trabas y exigencias corresponderían las promesas, bien claramente me lo anunciaban los sucesos venideros.
El dia 2 de junio encontré en la sacristía de San Felipe al no tan fiel como antiguo compañero Mosén Collell, que, contrariado por verme todavía en Barcelona, donde él, siendo canónigo de Vich, pasa la mitad del año y de la vida, me levantó la voz, fuera de sí, sin duda para intimidarme, diciendo que aquel mismo día lo pondría en conocimiento del señor Obispo. Esta explosión de ira de Mosén Jaime fué el primer relámpago de la espantosa tempestad, si no la chispa eléctrica que la desencadenaba sobre mi cabeza.
Viéndola venir, serenamente á Dios gracias, intenté conjurarla en lo posible; mas todo fué en balde: había llegado para mi la hora de las tinieblas.
Hasta entonces se me había tratado y se me manejaba como personaje de comedia; pero ésta, larga y vergonzosa, se trasformaba en tragedia vilipendiosa y abominable.
El dia 13, fiesta del Corpus, un individuo de policía me siguió á la capilla de San Lázaro, donde celebré el oficio; por la tarde, á la de Nuestra Señora Reparadora, donde permanecí acompañando á Jesús sacramentado, no osando acompañarle en la procesión.
El dia 14, al salir de casa á las cinco y media, siguióseme también, como de costumbre, hasta la iglesia de los Capuchinos, donde celebré la misa.
A las cuatro de la tarde se presentó en mi morada un agente