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Pocas son las amistades que resisten los embates de la tribulación, y eran poquísimas las cartas que yo recibía. Sin embargo, por ellas supe positivamente que el P. Goberna y otros de sus compañeros jesuitas, á los que yo profesaba tanta estimación, decian con más frecuencia, pues la impostura ya era antigua, que yo era demente, esparciendo y engrosando la triste noticia por Barcelona, Valencia y Madrid. Un pariódico de Vich, adicto á su política, lo publicó hace ya más de un año, pregonando mi ignominia por toda la Montaña. Con más ó menos claridad decianlo también mi amigo Mosén Jaime Collell y el señor Obispo, repitiéndolo sus amigos y conocidos á són de trompeta, que me iba sitiando y llenándonos de aflicción á mi y á los que me querían. Un día el prelado remitióme un «vale parpatuo» de admisión en el Asilo-Hospital de Eclesiásticos, en el que podía pasar toda la vida. No sintiéndome con vocación bastante para entrar en clausura, contesté que, siendo terciario é hijo de San Francisco, preferia esperar lo que la Providencia tuviese á bien enviarme, y no quise utilizar la cédula. Otro día, en carta dura y áspera, me prohibió bajar á Barcelona sin su expresa licencia; prohibición jamás dictada á sacerdote alguno. Vi que una cadena invisible me ataba y oprimía por todos lados, no dejándome expedito otro camino que el de la reclusión, cuando evidentemente no me llamaba á ella Nuestro Señor, al que rogué con fervor me concediera maña, serenidad y fuerza para romperla, como lo he hecho, apartándome de mi carácter y de mi modo de ser. Para entonar mis himnos á Dios, que por algo me ha dado, aunque humilde, el arpa de la poesía, no es, pues, menester emparedarme; más vale ser pájaro de bosque que de jaula [1].

  1. Los adagios los traducimos literalmente.