bía llegado la hora en que los escritores de la vieja Francia debían irse.
Este sentimiento de terror, estas ganas de acabar, los he encontrado en todos mis mayores, y en los más ilustres. Es la actitud inquieta y desesperanzada de los realistas en • política, ante la nación trastornada, derrumbando las construcciones antiguas; y lo singular es que los escritores que tiemblan ante la democracia en literatura son, en ocasiones, los que más trabajaron para su advenimiento.
Pero son los hijos de otra edad, todo les hiere en la nuestra.
La Prensa, con su estrépito ensordecedor, su tarea tan turbia, los pone fuera de sí. Permanecen en la torre de marfil de Vigny, donde han guardado el pontificado del poeta, rimanda a ratos, llenos de cólera ante la idea de vender sus obras. En nuestra producción literaria, confisa y tardía, convertida en profesión, ven el próximo fin de la literatura, el derrumbamiento definitivo de esas obras grandes y bellas.
Trato de pintar exactamente aquí un estado de espíritu mụy característico. Fáltales tierra, parece que haya acabado el mundo. A lo lejos, el zumbido de la democracia que avanza, paréceles a ellos el clamor de los bárbaros, acudiendo a matar las inteligencias y a inm-