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narquía. Estaba noblemente envuelto en la fidelidad a su rey, y dejaba oir ese grito de absoluta desesperanza ante la sociedad nueva, que subía irresistiblemente como la marea. Hoy el movimiento ha continuado, se ha acentuado aún, barre a estas horas los últimos escombros del viejo mundo.

Pues bien, el siglo ´entero está ahí, en esa evolución social.

Es el advenimiento de la democracia el que renueva nuestra política, nuestra literatura, nuestras costumbres, nuestras ideas. Compruébalo un hecho, nada más. Y añado que el que quiera interceptar el camino a ese hecho, será arrastrado por él.

Comprendo, por otro lado, todos los pesares. Un viejo edificio, de una majestad secular, no cruje sin llenar los corazones religiosos de cólera y de dolor. Los monárquicos cifran su esperanza en una restauración, que imaginan posible; nada más respetable. Hasta admito que esta restaurac.ón tenga lugar mañana. Un rey reinará bien, veinte, treinta años.

Y luego, iqué? Como dice Chateaubriand, en ese grito de melancolía suprema: «Después de todo, será necesario renunciar a la cosa.»

Un nuevo reflujo ahogará el trono, y la democracia se dejará ver nuevamente, más amplia y más profunda.