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cínica, cuanto que se lanza impunemente sin que nadie pueda combatirla. Los que la fabricaron, conmueven el espíritu francés y se ocultan detrás de su legítima emoción; hacen enmudecer las bocas angustiando los corazones y pervirtiendo las almas. ¡No conozco en la historia un crimen cívico de tal magnitud!

He aquí, señor Presidente, los hechos que demuestran cómo pudo cometerse un error judicial. Y las pruebas morales, como la posición social de Dreyfus, su fortuna, su continuo clamor de inocencia, la falta de motivos justificados, acaban de ofrecerlo como una víctima de las extraordinarias maquinaciones del comandante Paty de Clam, del medio clerical en que se movía, y del odio a los perros judíos que deshonran nuestra época.



Y llegamos al asunto Esterhazy.

Han pasado tres años y muchas conciencias continúan profundamente turbadas, se inquietan, buscan, y acaban por convencerse de la inocencia de Dreyfus.

No historiaré las primeras dudas y la final convicción de M. Scheurer-Kestuer. Pero mien-