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Leopoldo Lugones

zada un instante, como el presidiario iluso con la fuga del ave que ve pasar. Nacido de los amores de un notario de aldea con una muchacha rústica, en el poblacho montañés cuyo nombre lleva, la nobleza de su carácter, de su palabra y de su actitud, es en su persona el mismo don nativo que la discreción transparente en el alabastro. Monta, nada y esgrime a la perfección como los duques de los castillos. Su conversación es más artística que su propia pintura. La vida es bella en él, como si ya se predestinara a ser por él embellecida. Este éxito nativo es de suyo una rebelión. El dios de los cristianos nace en un pesebre pero es de sangre real. La Edad Media estará dominada por esa preocupación de la corona. He ahí uno que es lugareño y bastardo, y que ha nacido

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