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Los dos conscriptos mostraban una lividez mortal. Miraban con ojos lejanos y con una indiferencia calofriante y vecina de la muerte, cuanto sucedía en torno de ellos. Braulio Conchucos estaba muy agotado. Respiraba con dificultad. Sus miembros le temblaban. La cabeza se le doblaba como la de un moribundo. Por momentos se desplomaba, y habría caído, de no estar sostenido casi en peso por el guardia.

Junto a los yanaconas pasó Servando Huanca, el sombrero en la mano, conmovido, pero firme y tranquilo.

Al sentarse todos los miembros de la Junta Conscriptora Militar, llegó de la plaza un vocerío ensordecedor. El cordón de gendarmes, apostado a la puerta, respondió a la multitud con una tempestad de insultos y amenazas. El sargento saltó a la vereda y esgrimió su espada con todas sus fuerzas sobre las primeras filas de la muchedumbre.

—¡Carajo! —aullaba de rabia—. ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Atrás!

El subprefecto Luna ordenó en un gruñido:

—¡Sargento! ¡Imponga el orden, cueste lo que cueste! ¡Yo se lo autorizo!. . .

Un largo sollozo estalló a la puerta. Eran las tres indias, abuela, madre y hermana de Isidoro Yépez, que pedían de rodillas, con las manos juntas, se las dejase entrar. Los gendarmes las rechazaban con los pies y las culatas de sus rifles.

El subprefecto Luna, que presidía la sesión, dijo:

—Y bien señores. Como ustedes ven, la fuerza acaba de traer a dos "enrolados" de Guacapongo. Vamos, pues, a proceder, conforme a la ley, a examinar el caso de estos hombres, a fin de declararlos expeditos para marchar a la capí-