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— Es el herrero Huanca —respondió Parga, calmando al subprefecto— ¡Déjelo! ¡Déjelo! ¡No importa! Quiere ver a los conscriptos, que dice que están muertos, y que es un abuso . . .

Luna le interrumpió, dirigiéndose, exasperado, a Huanca:

— ¡Qué abuso ni abuso, miserable! ¡Cholo bruto! ¡Fuera de aquí!

— ¡No importa, señor subprefecto! —volvió a interceder el alcalde— ¡Déjelo! ¡Le ruego que le deje! ¡Quiere ver lo que tienen los conscriptos! ¡Que los vea! ¡Ahí están! ¡Que los vea!

—¡Sí, señor subprefecto! —añadió con serenidad el herrero—.¡El pueblo lo pide! Yo vengo enviado por la gente que está afuera.

El médico Riaño, tocado en su liberalismo, intervino:

—Muy bien— dijo a Huanca ceremoniosamente—. Está usted en su derecho, desde que el pueblo lo pide. ¡Señor subprefecto! —dijo volviéndose a Luna en tono protocolar—. Yo creo que este hombre puede seguir aquí. No nos incomoda de ninguna manera. La sesión de la Junta Conscriptora puede, a mi juicio, continuar. Vamos a examinar el caso de estos "enrolados" . . .

— Así me parece —dijo el alcalde—. Vamos, señor subprefecto, ganando tiempo. Yo tengo que hacer. . .

El subprefecto meditó un instante y volvió a mirar al juez y al gamonal Iglesias, y, luego, asintió.

—Bueno —dijo—. La sesión de la Junta Conscriptora Militar, continúa.

Cada cual volvió a ocupar su puesto. A un extremo del despacho, estaban Isidoro Yépez y Braulio Conchucos, escoltados por dos gendarmes y sujetos siempre de la cintura por un lazo.