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Braulio Conchucos e Isidoro Yépez no eran más que dos retazos de carne humana, más muertos que vivos colgados y arrastrados casi en peso y al azar. Un sudor frío los bañaba. De sus bocas abiertas salían espumarajos y sangre mezclados. Yépez empezó a despedir un olor nauseabundo y pestilente. Por sus tobillos descendía una sustancia líquida y amarilla. Relajadas por la mortal fatiga y en desgobierno todas sus funciones, estaba defecando y orinándose el conscripto.

— ¡Se está cagando este carajo! —vociferó el gendarme que le llevaba, y se tapó las narices.

Los gendarmes se echaron a reír y picaron más espuelas.

Cuando los curiosos se acercaron a Isidoro Yépez, ante la Subprefectura de Colca, también también se reían y se alejaban al punto, sacando sus pañuelos. Pero cuando se acercaron a Braulio Conchucos, se quedaban viendo largamente su rostro doloroso y desfigurado. Algunas mujeres del pueblo se indignaron y murmuraban palabras de protesta. Un revuelo tempestuoso se produjo inmediatamente entre la multitud. Los gendarmes le habían lavado la cara a Conchucos en una acequia, antes de entrar a Colca, pero las contusiones y la hinchazón del ojo resaltaron más. También los soldados reanimaron a los "enrolados", metiéndoles la cabeza largo tiempo en el agua fría. Así pudieron Yépez y Conchucos despertar de su coma y penetrar al pueblo andando.

— ¡Les han pegado gendarme! —gritaba la muchedumbre—.¡Véanlos cómo tienen las caras! ¡Están ensangrentados! ¡Están ensangrentados! ¡Están ensangrentados! ¡Qué lisura! ¡Bandidos! ¡Criminales! ¡Asesinos! . . .