Página:El tungsteno.pdf/86

Esta página ha sido corregida

84

ro una botella de pisco, bebía un gran trago y ordenaba a los otros gendarmes que hicieran lo propio. Luego llamaba a los deudos de los "enrolados" y les obligaba a empujar al animal. Al fin, las bestias eran empujadas. Tras de un pataleo angustioso en el lodazal, hundidos hasta el pecho, volvían a salir al otro lado del camino. ¿Y los "enrolados"? ¿Cómo salvaban éstos los malos pasos? Como las bestias. Sólo que, a diferencia de ellas, los "enrolados" no ofrecían la menor resistencia. La primera vez que estuvieron ante las gradas de un acantilado a pico y en el que, no había la menor traza de camino, Isidoro Yépez osó decir al gendarme que le llevaba:

—¡Cuidado, taita! ¡Nos vamos a rodar!

—¡Calla, animal! —le contestó el gendarme, dándole un bofetón en las narices.

Un poco de sangre le salió a Isidoro Yépez. A partir dé ese momento, los dos "enrolados" se sumieron en un silencio completo. Los gendarmes pronto se emborracharon. El sargento quería llegar a Colca cuanto antes, porque a las once tenía una partida de dados en el cuartel con unos amigos. Las indias y los indios que seguían a Yépez y a Conchucos, desaparecían por momentos de la comitiva, porque conocedores del terreno, y como iban a pie, abandonaban el camino real para salir más pronto por otro lado, cortando la vía o a campo traviesa. Lo hacían arañando los peñascos, rodando las lajas, bordeando como cabras las cejas de las hondonadas o atravesando un río a saltos de pedrón en pedrón o a prueba de equilibrio sobre un árbol caído.

Al cruzar el Huayal, ya de día, Braulio Conchucos estuvo a punto de encontrar la muerte. Pasó tras una tenaz resistencia de su caballo, el sargento. Pasó después el gendarme que condu-