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— ¡Traemos dos, su señoría! — dijo en voz alta y dirigiéndose al subprefecto.

—¿Son conscriptos? — preguntó Luna, muy severo.

—No, su señoría. Los dos son "enrolados".

Algo volvió a preguntar el subprefecto, que nadie oyó a causa del vocerío de la mutitud. El subprefecto levantó más la voz, golpeándola imperiosamente:

—¿Quiénes son? ¿Cómo se llaman?

—Isidoro Yépez y Braulio Conchucos, su señoría.

Un viejo muy flaco, cubierto hasta las orejas con un enorme sombrero de junco, doblado el poncho al hombro, la chaqueta y el pantalón en harapos, uno de los llanques en la mano, se abrió camino entre la multitud y llegó hasta el subprefecto.

— ¡Patroncito! ¡Taita! —dijo juntando las manos lastimosamente— ¡Suéltalo a mi Braulio! ¡Suéltalo! ¡Yo te lo pido, taita!

Otros dos indios cincuentones, emponchados y llorosos, y tres mujeres descalzas, la liclla prendida al pecho con una espina de penca, vinieron a arrodillarse bruscamente ante los miembros de la Junta Conscriptora:

—¡Por qué, pues, taitas! ¡Por qué, pues, al Isidoro! ¡Patroncitos! ¡Suéltalo! ¡Suéltalo! ¡Suéltalo!

Las tres indias —abuela, madre y hermana de Isidoro Yépez— gemían y suplicaban arrodilladas. El padre de Braulio Conchucos se acercó y besó la mano al subprefecto. Los otros dos indios —padre y tío de Isidoro Yépez— volvieron hacia éste y le pusieron su sombrero.

A los pocos instantes había ante la Subprefectura numeroso pueblo. Bajó de su cabalgadura uno de los gendarmes. Los otros dos se