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de un amigo, el cajero Machuca, a míster Taik, a la reunión de despedida al comerciante.

—Tráigame a míster Taik y a míster Weiss.

—Va a ser difícil.

—No, hombre. Vaya usted a traerlos. Hágalo como cosa suya, y que no se den cuenta que yo se lo he dicho. Dígales que sólo van a estar unos minutos.

—Va a ser imposible. Están los gringos trabajando. Usted sabe que sólo vienen al bazar en la tarde.

—No, hombre. Vaya usted nomás. Ande, querido cajero. Además, ya va a ser hora de almuerzo . . .

Machuca fue y logró hacer venir a los dos yanquis. Entonces José Marino se deshizo en reverencias y atenciones para míster Taik, lo que, naturalmente, no modificó en nada las exigencias de la "Mining Society", en orden al tungsteno destinado a los Estados Unidos y a la guerra mundial.

—Una vez en el bazar —refería José Marino a su hermano en Colca—, volví a hablarle al gringo sobre el asunto y volvió a decirme que no eran cosas suyas, y que él tenía que cumplir las órdenes del sindicato, muy a su pesar.

—Pero, entonces —argumentaba Mateo—, ¿qué vamos a hacer ahora? En Quivilca mismo, o en los alrededores, no será posible encontrar indios salvajes. ¿Y los soras?

—¡Los soras! —dijo José, burlándose— Hace tiempo que metimos a los soras a las minas y hace tiempo también que desaparecieron. ¡Indios brutos y salvajes! Todos ellos han muerto en los socavones, por estúpidos, por no saber andar entre las máquinas . . .

—¿Entonces? —volvió a preguntarse con angustia Mateo— ¿Qué se puede hacer? ¿Qué podemos hacer?