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Apareció un indio mocetón llorando y a la carrera:

¡Chana! ¡Chana! ¡Ya murió mama! ¡Ven! ¡Ven! ¡Ya murió!. . .

Y Chana, la india del láudano, se echó a correr, seguida del indio y llorando.

El caballo de José Marino, espantado, había huido. Cucho, secándose las lágrimas y la sangre, lo fue a buscar. Sabía muy bien que, de irse el caballo, "las nalgas ya no serían suyas", como solía decir su tío, cuando le amenazaba azotarle. Volvió, felizmente, con el animal, y se sentó de nuevo a la puerta del bazar, que continuaba entreabierta. Se agachó y aguaitó a hurtadillas. ¿Qué sucedía ahora en el bazar?

José Marino conversaba tras de la puerta, en secreto y copa en mano, con míster Taik, el gerente de la "Mining Society". Le decía en tono insinuante y adulador:

—Pero, míster Taik: yo mismo, con mis propios ojos, lo he visto ...

—Usted es muy amable, pero eso es peligro -replicaba muy colorado y sonriendo el gerente.

—Sí, sí, sí. Míster Taik, decídase no más. Yo sé por que le digo. Rubio es un enfermo. Ella (hablaban de la mujer de Rubio) no lo quiere. Además, se muere por usted. Yo la he visto.

El gerente sonreía siempre:

—Pero, señor Marino, puede saberlo Rubio.

—Yo le aseguro que no lo sabrá, míster Taik. Yo se lo aseguro con mi cuello.

Marino bebió su copa y añadió, decidido:

—¿Quiere usted que yo me lleve a Rubio un día fuera de Quivilca, para que usted aproveche?

—Bueno, ya veremos. Ya veremos. Muchas gracias Usted es muy amable . . .